El 18 de noviembre de 2003, el Departamento de Estado norteamericano organizó una Comisión Consultiva para la libertad religiosa en el extranjero. Los participantes se esforzaron por describir al wahabismo como «una amenaza estratégica contra la seguridad de Estados Unidos». Esta iniciativa no constituye un hecho aislado sino que forma parte de una campaña cuyo objetivo es justificar la injerencia estadounidense en Arabia Saudita cuando se aproxima el fin del acuerdo suscrito entre ambos países, que garantiza a Washington el monopolio de las concesiones petroleras.
Ha llegado la hora para Washington de renegociar el acuerdo firmado por un período de cincuenta años entre Ibn Saud y Franklin D. Roosevelt, el 13 de febrero de 1945, a bordo del Quincy. Arabia Saudita podría cuestionar el monopolio de las concesiones petroleras concedido a Estados Unidos así como el monto de las regalías que percibe.
Ante esta perspectiva, el control del proceso de sucesión monárquica se ha convertido en una obsesión para las grandes compañías petroleras. En caso de que falleciera el rey Fadh, gravemente enfermo desde hace años, el príncipe regente Abdallah podría ocupar el poder. Ahora bien, se sabe que este último busca el establecimiento de relaciones de igualdad y ya no de vasallaje con Washington. Si se viera impedido de hacerlo, su hermanastro, el príncipe Sultán, quien goza de la reputación de ser más pragmático, podría suceder al rey Fadh.
Desde el 13 de septiembre de 2001, el gobierno de Bush afirmó que los atentados que acababan de producirse en Nueva York y Washington habían sido perpetrados por diecinueve piratas del aire, quince de ellos de nacionalidad saudita. Sin embargo, el FBI no señaló nunca de qué forma había elaborado la lista de estos sospechosos, quienes no aparecían en las listas de los pasajeros embarcados suministradas por las compañías de aviación. Además, el gobierno saudita encontró vivos a cinco de los sospechosos dados por muertos durante los supuestos atentados suicidas (Abdulaziz Alomari, Mohand Alshehri, Salem Alhazmi y Saeed Alghamdi viven en Arabia Saudita mientras que Waleed M. Alsheri es piloto de Royal Air Maroc).
Sea como sea y contra toda evidencia, el FBI mantiene sus fantasiosas acusaciones, retomadas sin discusión por los políticos estadounidenses y la prensa occidental. Más tarde se llevaron a cabo operaciones de desinformación para hacer creer que algunas personalidades y sociedades sauditas habían financiado dichos atentados.
De esta forma, en Francia, un investigador del grupo Vivendi, Jean-Charles Brisard, ex asesor parlamentario del Congreso de Estados Unidos, realizó un estudio sobre el medio económico de Osama Bin Laden en el que acusaba al millonario Khalid Ben Mafuz y a la Société de Banca Árabe (SBA). Según nuestros colegas de Pli (informativo), el documento fue entregado en propia mano por Jean-Marie Messier, director general de Vivendi y americanófilo convencido, al presidente Jacques Chirac para alertarlo de las maniobras de la SBA en Francia. El informe fue publicado por Guillaume Dasquié en el sitio Internet de la revista Intelligence Online, de la que era jefe de redacción. También fue transmitido por Vivendi a la Misión de Información Parlamentaria sobre el Lavado de Capitales y anexado a un informe público de la Asamblea Nacional.
Ahora bien, las acusaciones formuladas en el documento con relación a Khalid Ben Mafuz y a la SBA eran falsas. Al descubrir que había sido manipulado, el relator parlamentario Arnaud Montebourg, publicó de inmediato una nota rectificativa y retiró de la circulación el texto litigioso. Los mismos Jean-Charles Brisard y Guillaume Dasquié redactaron poco después una versión modificada del documento que fue publicada por Ediciones francesas Denoël con el título de: «Ben Laden, la vérité interdite» («Bin laden la verdad prohibida»).
Si bien las acusaciones relativas a la SBA habían sido retiradas, la nueva versión incluía incriminaciones contra la familia de Osama Bin Laden. Considerado difamatorio por los tribunales helvéticos, el libro fue prohibido en Suiza donde radican varios miembros de la familia de Bin Laden. Un bufete de abogados acudió entonces a familias de las víctimas de los atentados del 11 de septiembre para en su nombre entablar juicio por complicidad contra la familia real saudita. El bufete incluyó en su equipo al investigador y jurista francés Jean-Charles Brisard. Sin embargo, luego de un largo proceso, la justicia estadounidense desestimó la denuncia. Los solicitantes no habían sido capaces de sustentar sus alegaciones de que los dirigentes sauditas habían realizado pagos a título personal a organizaciones caritativas que habrían financiado los atentados.
El 10 de julio de 2002, Richard Perle presidió en el Pentágono la reunión trimestral del Comité Consultivo de Política de Defensa que escuchó la exposición de Laurent Murawiec, ex asesor de Lyndon La Rouche y de Jean-Pierre Chevènement (ex-ministro francés e investigador luego de la Rand Corporation). Murawiec lanzó un ataque contra Arabia Saudita y concluyó recomendando el derrocamiento de los Saud, la confiscación de los pozos de petróleo y la transferencia de la administración de los lugares santos a la monarquía jordana.
En mayo de 2003, el mismo Laurent Murawiec acusaba por su nombre en el diario parisino Le Figaro al príncipe Turki de ser el jefe de Al Qaeda y el patrocinador de los atentados del 11 de septiembre. A partir de este momento, los ataques contra Arabia Saudita se centran en el papel del wahabismo en el reino. Esta corriente religiosa fundamentalista se caracteriza por su rechazo intransigente de los ídolos, lo que la llevó, por ejemplo, a destruir la casa de Mahoma porque se estaba convirtiendo en sitio de peregrinaje. En un universo musulmán, se trata por lo tanto de un movimiento equivalente al de los iconoclastas cristianos, que se desarrolló además en la misma región.
El secretario adjunto de Defensa, Paul Wolfowitz, multiplicó las acusaciones contra el wahabismo, «escuela del odio», responsable de la formación de los piratas del aire sauditas que habrían cometido los atentados del 11 de septiembre. Luego, el secretario Donald Rumsfeld denunció las «madrasas», financiadas por los wahabitas sauditas, que se encargarían de transmitir ese odio por el mundo. Estas acusaciones fueron repetidas por el centro de investigación, propaganda y divulgación de ideas del que se valen los señores Wolfowitz y Rumsfeld, el think-tank Center for Security Policy. Uno de los investigadores que trabajan en esta organización, Alex Alexiev, prestó testimonio ante el Senado el 26 de junio de que el wahabismo era un extremismo apoyado por un Estado y propagado en el mundo entero.
El 18 de noviembre, el Departamento de Estado organizó una mesa redonda sobre el tema: «Arabia Saudita, una amenaza estratégica: la propagación global de la intolerancia». Entre los expertos participantes se encontraban el ex oficial de la CIA Robert Baer, autor del libro «Or noir et Maison-Blanche: Comment l’Amérique a vendu son âme pour le pétrole saoudien» («El Oro negro y la Casa Blanca: Cómo los EEUU han vendido su alma por el petróleo saudí»), y Martin S. Indyk, ex embajador en Israel. Los participantes subrayaron, no sin razón, el oscurantismo del clero wahabita para introducir una amalgama sin vínculo lógico con el terrorismo contra Estados Unidos. En Riad, donde se multiplican los atentados desde hace varios meses, las autoridades están convencidas de que se enfrentan a una amplia escenificación con el objetivo de derrocarlas. A medias palabras acusan a Washington de atizar los extremismos con el objetivo de desestabilizar al régimen y justificar su injerencia para así salvar sus concesiones petroleras.