Esas cifras provocan inquietantes preguntas en materia de crecimiento. ¿Por qué los empleadores no aumentan la inversión cuando sus ingresos crecen significativamente? y ¿en qué medida los asalariados, dada su disminuida participación en el ingreso, serán capaces de reproducirse como fuerza de trabajo con las características que demandará la producción futura?
Existen distintas maneras de considerar la distribución del ingreso en una economía. La más conocida es la “distribución individual”, que mira el ingreso en el momento de su percepción. Se trata de la metodología más utilizada internacionalmente y la que emplea el Indec. Los datos se presentan dividiendo a la población en deciles, lo que permite decir, por ejemplo, cuántos más ingresos recibe el 10 por ciento más rico que el 10 por ciento más pobre. Aunque gráfica en la cuantificación de la desigualdad, esta información dice poco sobre las causas de la mala distribución.
Una segunda manera de abordar la cuestión consiste en recurrir a la “distribución funcional”, que se concentra en el momento de la producción del ingreso, no en el de su percepción. Con este método es posible distinguir el origen de los ingresos de acuerdo al lugar que los individuos ocupan en la producción. Los datos se presentan, por ejemplo, indicando qué parte de los ingresos es recibida por los empresarios, cuál por los asalariados y qué otra por los cuentapropistas.
Una ventaja adicional de este segundo enfoque, que no excluye el anterior, es su utilidad como punto de partida para seguir el destino que los distintos actores dan a sus ingresos. Este camino fue abordado en un reciente trabajo titulado Distribución, consumo e inversión en la Argentina a comienzos del siglo XXI, realizado por los investigadores de la Universidad de Buenos Aires Javier Lindenboim, Damián Kennedy y Juan Graña. El primer escollo que debieron sortear los autores fue el abandono oficial, a partir de 1974, de la medición de la distribución funcional. Desde entonces y hasta 1992 sólo se encuentran datos acotados de la Cepal, el BCRA y el Ministerio de Economía, entre otros. En 1993, tras casi dos décadas de inconstancia estadística, el Centro de Estudios sobre Población Empleo y Desarrollo (Ceped) de la UBA, dirigido por Lindenboim, comenzó a elaborar una serie, que desde entonces, con las limitaciones propias de una medición no oficial, no se ha interrumpido.
Sibiensobrela
base deeste dispar conjuntode datos no fue posibleelaborar una seriehomogénea para el últimomedio siglo, sípudieron obtenerse algunastendencias muy claras:
-La participación de los salarios en el ingreso cayó constantemente desde mediados de los ’70 y se profundizó a partir de los ’90.
-Los datos oficiales muestran que entre 1950 y 1973, los salarios se llevaban, con leves variaciones, alrededor del 40 por ciento del ingreso (con picos de más del 50 durante el primer peronismo).
-La serie del Ceped indica para 1993 una participación del salario cercana al 38 por ciento. Para 2001 había descendido 3,5 puntos porcentuales. En 2002 se produjo un salto al vacío de 9,5 puntos y 2003 agregó una baja adicional de un punto. Por último, 2004 insinuó una tenue recuperación. El dato final de la serie es una participación del salario en el ingreso cercana al 26 por ciento.
-Los cuentapropistas, que a principios de los ’90 se llevaban alrededor del 10 por ciento del ingreso, en 2004 sólo participaban con el 5 por ciento.
_ -Por diferencia, los capitalistas pasan de apropiarse de menos del 50 por ciento del ingreso a alrededor del 70 por ciento.
-La magnitud de la distribución desigual se completa con dos datos. Durante el último medio siglo, los asalariados siguieron representando entre el 70 y el 75 por ciento de la población ocupada, mientras que los empleadores, de acuerdo al último Censo Nacional de Población, son el 6 por ciento de los ocupados.
Definida la distribución funcional, sigue la pregunta esencial: ¿a qué destina cada actor sus ingresos? El ingreso asalariado se consume en su totalidad, mientras que los capitalistas lo consumen o lo invierten, siendo la diferencia ahorro o desahorro (superávit o déficit del sector privado). Para evitar dispersiones se consideró el ingreso capitalista “interno”, es decir, sin la porción que, en el contexto de internacionalización del capital a escala global y de extranjerización a nivel local, se remite en forma de utilidades al exterior. Si bien esta porción se triplicó en la última década, sólo representa el 2,8 por ciento del ingreso capitalista interno. Hecha esta aclaración metodológica, los resultados encontrados fueron los siguientes:
-Entre 1993 y 2004 la participación del ingreso “asalariado-cuentapropista” en el consumo privado se redujo desde el 67,3 al 48,5 por ciento, relación que, de acuerdo a datos preliminares, no habría sufrido grandes cambios en 2005.
-En contrapartida, el “ingreso capitalista” incrementó constantemente su participación. Mientras en 1993 representaba el 32,7 por ciento del consumo privado, en 2004 llegó al 51,5 por ciento. En otras palabras, un 6 por ciento consume más que el 94 por ciento restante.
Pero hay un dato más. No sólo aumentó la participación de los capitalistas en el consumo, sino también la porción de sus ingresos que destinan al consumo. Mientras en 1993 consumían el 63 por ciento de lo que ganaban, en 2004 la proporción subió al 69,7 por ciento. La inversión, la principal perjudicada por este comportamiento, pasó en tanto del 48,3 al 37,6 por ciento.
Las sumas de consumo e inversión son mayores que 100 porque para estos años existe déficit del sector privado. En toda la serie sólo hay superávit entre 2001 y 2003, con un pico de 19,3 en 2002, el que mayoritariamente se explica por la salida de capitales.
El comportamiento consumista empresario cuestiona algunos argumentos esgrimidos como justificación de la crónica falta de inversión, entre ellos, “la falta de seguridad jurídica” o “la necesidad de reglas claras”. También algunas visiones sociológicas tradicionales, como el ascetismo proinversor de la ética protestante que, según Max Weber, se encontraba en la base del “espíritu capitalista” y, por lo tanto, en la raíz del comportamiento de esta clase.
La sensible menor participación de los trabajadores en la riqueza puso en marcha también un proceso de debilitamiento de la fuerza de trabajo que afecta su reproducción “con determinados atributos productivos, de modo que su bajo nivel se convierte en un límite concreto al funcionamiento económico de mediano y largo plazos”, se señala en el informe del Ceped.
Más allá de cualquier imperativo ético, el cuadro emergente siembra dudas en materia de crecimiento y desarrollo. Siguiendo las conclusiones de la investigación, “un país en el que la tasa de inversión, la participación asalariada en el Producto y el salario real presentan simultáneamente niveles bajísimos, es sin dudas un país con su futuro comprometido”. La reorientación de una parte de la riqueza social que se destina al “desenfrenado consumo capitalista” hacia el mejoramiento de estas variables es una necesidad ineludible en el corto plazo, que probablemente demande más fuerza que la observada en los últimos años.