¿Democracia de quiénes y para quiénes? ¿Todos tienen realmente los mismos derechos a ejercer la ciudadanía? ¿Pueden los pueblos realmente decidir democráticamente sus destinos, mejorar sus condiciones de vida y convivencia? ¿Hay un contrato social capaz de sustentar estas aspiraciones?
Recorriendo los territorios políticos del continente, rápidamente se detecta que los paradigmas democráticos, tal vez por ser escasamente practicados, evidencian sus grandes flaquezas, algunas de ellas, por su desembozada orientación de clase a favor de los poderosos, otras -además de eso‑ por su notable obsolescencia social y cultural. Esto habla de la urgente necesidad de actualizar/cambiar el contrato social (político, económico y cultural), que sustenta nuestras sociedades.
Si centramos las reflexiones en la realidad boliviana actual ello es incuestionable, pero a la vez se instala fuertemente una interrogante: ¿Hay posibilidades?, ¿Existe un interés colectivo en construir un mundo civilizado, que habla -mínimante- de compartir, de repartir y reclama tolerancia, o los poderosos de siempre -quitándose la máscara- adoptarán una vez más la violencia, la exclusión, la mordaza y la muerte como basamento social de sus lujos y avaricias?
Se trata de una disyuntiva de vida y de modos de vida. Y está en juego hoy en las calles y campos de Bolivia y ‑con ellos‑, en todos nuestros territorios. Es asunto de tiempos y acontecimientos. Bolivia evidencia que la opción dictatorial travestida en los golpes “cívicos” expresión concentrada del egoísmo y la intolerancia extremos de los poderosos, busca reinstalarse como opción política (y económica) en tierras latinoamericanas, contando ‑una vez más‑ con la intervención de la mano amiga (“agenda positiva”) del poder de los “americanos”.
La democracia representativa tiene entre sus fundamentos el voto de las mayorías. Cuando esto funciona bien para los intereses de las minorías en el poder (y del poder), estas no levantan ninguna objeción. Cuando -rara vez por cierto- ocurre lo contrario, la máscara y el discurso universalista desaparece y aflora sin tapujos el contenido de clase de la democracia que soportan y sustentan. Para ellos no hay principios democráticos generales, sino solo aquellos que les permiten defender y extender sus intereses. Cuando no es así, no dudan en boicotear la democracia, pisotearla, secuestrarla y matarla, al tiempo que lo hacen también con la ciudadanía que la defiende. Esto es lo que mostró hace 35 años el golpe a Allende, en Chile, y lo que hoy muestra crudamente la realidad boliviana. No es de extrañar por tanto que los grandes medios de comunicación -funcionales a los poderosos- se empeñen en distorsionar los hechos y en vez de hablar claramente de sedición contra las instituciones, de abierto irrespeto a la democracia y la constitución por parte de los golpistas, hablen de un conflicto entre “dos bandos”.
Pero no hay “dos bandos”. Existe un gobierno legítimo y un sector social de inadaptados sediciosos antidemocráticos, incluyendo gobiernos departamentales, que no quieren atenerse a las normas democráticas, y que ‑conscien-tes de que se les acabó la fiesta macabra del saqueo, la explotación, el robo y la humillación‑, en inocultable estado de desesperación, transforman su intolerancia en violencia y destrucción desembozada. El detonante no ha sido ni el “bono dignidad” para los ancianos, ni las falsas identidades regionales que clamarían por un separatismo, sino una intoxicación impotente de racismo y clasismo profundos que explotaron descontrolados luego del aplastante resultado del referéndum revocatorio, al cual se opusieron precisamente porque ni ellos mismos se creían las mentiras que producían a través de sus medios cuando afirmaban que Evo no tenía apoyo ni legitimidad. Su intolerancia, irrespeto a las instituciones y a la democracia estallan tanto cuando pretender insultar al Presidente Evo acusándolo de indio, como cuando descono-cen los resultados electorales por la pertenencia étnica de los votantes. Basta de pretextos: el problema es el entrecruza-miento de intereses de clase y prejuicios raciales. Para los blancones del poder el voto indígena y pobre no vale, excepto cuando se les subordina, y tampoco vale la democracia, salvo cuando es para ellos. De ahí también el rechazo a aceptar el referéndum por la nueva constitución. Porque de aprobarse -lo más probable-, tendrían que aceptar no solo la legitimidad del voto indígena y pobre (mayoría) que la aprobará, sino el que estos sectores y actores puedan estar directa-mente representados y participando de la toma de decisiones. Y eso ya supera sus “sentimientos” y declamaciones democráticos, y pone fin a toda finta de tolerancia.
La exclusión tiene un origen y contenido clasista y racista, y también se expresa y actúa en lo político. Intereses de clases, racismo, modos de representación e institucionalidad están estrechamente unidos. Es saludable tener presente que el “descubrimiento”, la conquista (exterminio) y colonización de América se hizo en función de la acumulación originaria del capital, y luego se afianzó para mantener y aumentar las ganancias, los privilegios y el poderío de los conquistadores y sus herederos en el poder.
En Bolivia queda evidenciado que los poderosos han utilizado y utilizan la democracia como sistema de dominación y no como derecho humano ciudadano pleno, porque nunca incluyeron a los derechos políticos ciudadanos como parte de los derechos humanos, ni a estos como fundamento de la democracia, ni consideraron a los indígenas seres humanos, menos entonces los reconocerán dentro de su pequeño espectro de derechos civiles (civilizados).
Pero las limitaciones de la democracia no empiezan ni terminan en Bolivia. La pugna de intereses, y su distorsión y castración en función de los poderosos, hace aguas y perfora lo discursivo abstracto en todas las latitudes. Y esto habla -mínimamente- de la necesidad de abrir el debate acerca de la democracia a toda la ciudadanía.
Anquilosadas en su fidelidad a un mundo basado en la hegemonía de una clase sobre el conjunto de la sociedad, las democracias se desarrollaron para las élites y el mercado. En virtud de ello ‑legalizando, sustentando y profundizando la exclusión, la explotación y todas las miserias que ello conlleva‑, las democracias abren cíclicamen-te el camino a las discordias y enfrentamientos fratricidas violentos, en los ámbitos nacionales, regionales y continentales. Es obligación moral para con la supervi-vencia humana, apostar a cambios sociales (económicos, políticos y culturales) profundos, incluyendo -obviamente- los relacionados con la democracia. Y esto implica, entre múltiples cuestiones, actualizar/cambiar las bases del contrato social que la sustenta, es decir, el propio contrato social. Hay que actualizar, renovar, cambiar los fundamentos jurídicos, económicos, sociales, políticos y culturales para que efectivamente, todos los ciudadanos sean iguales, no solo ante la ley, sino ante la vida y en la vida (pública y privada).