14
de septiembre de 2008
Mirando el
mundo, pero particularizando en nuestras tierras y deteniéndonos
en la situación de Bolivia, se hace evidente que -tal
como están las democracias resultan cuando menos
insuficientes para contener, expresar y proyectar la participación
madura y creciente de la ciudadanía, en el entendido
supuestamente aceptado y vigente de que la condición
ciudadana es universal. Y es esta una de las definiciones/decisiones
con las que la democracia debe ponerse a tono en este siglo.
¿Democracia
de quiénes y para quiénes? ¿Todos tienen
realmente los mismos derechos a ejercer la ciudadanía? ¿Pueden
los pueblos realmente decidir democráticamente sus destinos,
mejorar sus condiciones de vida y convivencia? ¿Hay un
contrato social capaz de sustentar estas aspiraciones?
Recorriendo
los territorios políticos del continente, rápidamente
se detecta que los paradigmas democráticos, tal vez por ser
escasamente practicados, evidencian sus grandes flaquezas, algunas de
ellas, por su desembozada orientación de clase a favor de los
poderosos, otras -además de eso por su notable
obsolescencia social y cultural. Esto habla de la urgente necesidad
de actualizar/cambiar el contrato social (político, económico
y cultural), que sustenta nuestras sociedades.
Si
centramos las reflexiones en la realidad boliviana actual ello es
incuestionable, pero a la vez se instala fuertemente una
interrogante: ¿Hay posibilidades?, ¿Existe un interés
colectivo en construir un mundo civilizado, que habla -mínimante-
de compartir, de repartir y reclama tolerancia, o los poderosos de
siempre -quitándose la máscara- adoptarán una
vez más la violencia, la exclusión, la mordaza y la
muerte como basamento social de sus lujos y avaricias?
Se trata
de una disyuntiva de vida y de modos de vida. Y está en juego
hoy en las calles y campos de Bolivia y con ellos , en
todos nuestros territorios. Es asunto de tiempos y acontecimientos.
Bolivia evidencia que la opción dictatorial travestida en los
golpes “cívicos” expresión concentrada del
egoísmo y la intolerancia extremos de los poderosos, busca
re-instalarse como opción política (y económica)
en tierras latino-americanas, contando una vez más
con la intervención de la mano amiga (“agenda
positiva”) del poder de los “americanos”.
►La
democracia representativa tiene entre sus fundamentos el voto de las
mayorías. Cuando esto funciona bien para los intereses de las
minorías en el poder (y del poder), estas no levantan ninguna
objeción. Cuando -rara vez por cierto- ocurre lo
contrario, la máscara y el discurso universalista desaparece y
aflora sin tapujos el contenido de clase de la democracia que
soportan y sustentan. Para ellos no hay principios democráticos
generales, sino solo aquellos que les permiten defender y extender
sus intereses. Cuando no es así, no dudan en boicotear la
democracia, pisotearla, secuestrarla y matarla, al tiempo que lo
hacen también con la ciudadanía que la defiende. Esto
es lo que mostró hace 35 años el golpe a Allende, en
Chile, y lo que hoy muestra crudamente la realidad boliviana. No es
de extrañar por tanto que los grandes medios de comunicación
-funcionales a los poderosos- se empeñen en distorsionar
los hechos y en vez de hablar claramente de sedición contra
las instituciones, de abierto irrespeto a la democracia y la
constitución por parte de los golpistas, hablen de un
conflicto entre “dos bandos”.
Pero no
hay “dos bandos”. Existe un gobierno legítimo y un
sector social de inadaptados sediciosos antidemocráticos,
incluyendo gobiernos departamentales, que no quieren atenerse a las
normas democráticas, y que conscientes de que se les
acabó la fiesta macabra del saqueo, la explotación, el
robo y la humillación , en inocultable estado de
desesperación, transforman su intolerancia en violencia y
destrucción desembozada. El detonante no ha sido ni el “bono
dignidad” para los ancianos, ni las falsas identidades
regionales que clamarían por un separatismo, sino una
intoxicación impotente de racismo y clasismo profundos que
explotaron descontrolados luego del aplastante resultado del
referéndum revocatorio, al cual se opusieron
precisamente porque ni ellos mismos se creían las mentiras que
producían a través de sus medios cuando afirmaban que
Evo no tenía apoyo ni legitimidad. Su intolerancia, irrespeto
a las instituciones y a la democracia estallan tanto cuando pretender
insultar al Presidente Evo acusándolo de indio, como cuando
desconocen los resultados electorales por la pertenencia étnica
de los votantes. Basta de pretextos: el problema es el
entrecruzamiento de intereses de clase y prejuicios raciales. Para
los blancones del poder el voto indígena y pobre no vale,
excepto cuando se les subordina, y tampoco vale la democracia, salvo
cuando es para ellos. De ahí también el rechazo a
aceptar el referéndum por la nueva constitución.
Porque de aprobarse -lo más probable-, tendrían
que aceptar no solo la legitimidad del voto indígena y pobre
(mayoría) que la aprobará, sino el que estos sectores y
actores puedan estar directamente representados y participando de la
toma de decisiones. Y eso ya supera sus “sentimientos” y
declamaciones democráticos, y pone fin a toda finta de
tolerancia.
La
exclusión tiene un origen y contenido clasista y racista, y
también se expresa y actúa en lo político.
Intereses de clases, racismo, modos de representación e
institucionalidad están estrechamente unidos. Es saludable
tener presente que el “descubrimiento”, la conquista
(exterminio) y colonización de América se hizo en
función de la acumulación originaria del capital, y
luego se afianzó para mantener y aumentar las ganancias, los
privilegios y el poderío de los conquistadores y sus herederos
en el poder.
► En
Bolivia queda evidenciado que los poderosos han utilizado y utilizan
la democracia como sistema de dominación y no como derecho
humano ciudadano pleno, porque nunca incluyeron a los derechos
políticos ciudadanos como parte de los derechos humanos, ni a
estos como fundamento de la democracia, ni consideraron a los
indígenas seres humanos, menos entonces los reconocerán
dentro de su pequeño espectro de derechos civiles
(civilizados).
Pero las
limitaciones de la democracia no empiezan ni terminan en Bolivia. La
pugna de intereses, y su distorsión y castración en
función de los poderosos, hace aguas y perfora lo discursivo
abstracto en todas las latitudes. Y esto habla -mínimamente-
de la necesidad de abrir el debate acerca de la democracia a toda la
ciudadanía.
Anquilosadas
en su fidelidad a un mundo basado en la hegemonía de una clase
sobre el conjunto de la sociedad, las democracias se desarrollaron
para las élites y el mercado. En virtud de ello legalizando,
sustentando y profundizando la exclusión, la explotación
y todas las miserias que ello conlleva , las democracias abren
cíclicamente el camino a las discordias y enfrentamientos
fratricidas violentos, en los ámbitos nacionales, regionales y
continentales. Es obligación moral para con la supervivencia
humana, apostar a cambios sociales (económicos, políticos
y culturales) profundos, incluyendo -obviamente- los
relacionados con la democracia. Y esto implica, entre múltiples
cuestiones, actualizar/cambiar las bases del contrato social que la
sustenta, es decir, el propio contrato social. Hay que actualizar,
renovar, cambiar los fundamentos jurídicos, económicos,
sociales, políticos y culturales para que efectivamente, todos
los ciudadanos sean iguales, no solo ante la ley, sino ante la vida y
en la vida (pública y privada).
►Los
actuales sucesos de Bolivia demuestran -por si hiciera falta-,
que no se puede seguir escondiendo la basura debajo de la alfombra,
haciendo como que. Urge debatir acerca del tipo de sociedad,
el tipo de país, de gobierno, de Estado y el tipo de
democracia que necesitamos para construir un modo de vida basado en
la convivencia en paz entre todos y todas. Y esto no puede limitarse
a las agendas sectoriales o a los vaivenes oportunistas de un partido
u otro. Es vital convocar/comprometer en ello a la ciudadanía
toda, sin distingos ni exclusiones de ninguna índole.
Un debate
de esa magnitud, para ser efectivo y sostenible, reclama desterrar la
intolerancia, reconocer las diferencias activas, es decir, el
conflicto que suscitan, como fuente de dinamismo, de vida. Pueden
abrirse entonces tiempos en que la política, retomando su
vertiente aristotélica, se manifieste como capacidad y derecho
ciudadano pleno a expresar las opiniones y propuestas, haciendo del
conflicto el vehículo del debate, los diálogos y la
búsqueda de consensos. Volverá entonces la política,
plenamente, al terreno de la vida civil ciudadana, abriendo las
puertas al florecimiento de la inteligencia e imaginación
colectivos, propios de los inagotables anhelos humanos de
perfeccionamiento y superación.
►Un
mundo de paz reclama sociedades que se constituyan y se asienten
sobre la base de la justicia y la equidad sociales (económicas,
culturales, políticas), el pluralismo, la tolerancia y el
respeto a los derechos humanos en todos los órdenes y ámbitos
de la vida humana. El egoísmo, la exclusión, la
unicidad, la violencia y la búsqueda de ganancia sobre la base
de la explotación humana como sustrato del orden social son
valores propios de una civilización agotada junto con el siglo
XX. Sostenerlos y pretender justificar su supervivencia en el siglo
XXI, resulta culturalmente tan retrógrado como el medioevo lo
fue para la república.
Hacernos
cargo de la experiencia y la cultura de la humanidad, implica apostar
a la paz social en los ámbitos local, regional, continental y
mundial. Esto reclama hoy imperiosamente hacer efectivo el respeto a
las diferencias, a la existencia de diversas culturas, identidades,
miradas y modos de vida, conjugándolos en un nuevo contrato
social sobre cuya base se construya una sociedad (Estado) plural,
multi e intercultural, que haga de los principios democráticos
del derecho a ser y vivir diferente, la base para la construcción
de una democracia plural con significación efectiva para todos
y todas.
Es lo que
reclama -por disímiles vías- la humanidad conciente en
el siglo XXI. Y es lo que está en juego y se dirime hoy en
Bolivia.♦
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