Aquel testigo era don Cosme Argerich. Había nacido en Buenos Aires el 26 de setiembre de 1758 y estudiado Medicina en Barcelona, ciudad de donde era oriundo su padre. De regreso fue médico del hospital y de la casa de huérfanos. Desde 1.800, abrió cátedra para la enseñanza de algunas asignaturas afines con su profesión. Dos años más tarde las amplió hacia la anatomía y el arte de curar. Gutiérrez señala que los redactores de “La Abeja Argentina” atribuye a Argerich el “atrevido propósito de establecer una escuela de medicina”. La frase da idea clara de la época. Algunos de sus discípulos -y lo fueron casi todos los médicos que actuaron en el país durante décadas- pedían que no se le juzgara sin conocerlo de cerca, “cuando se empleaba en la enseñanza de los jóvenes que debían sucederle en la carrera”, con un entusiasmo contagioso, atento a todas las manifestaciones de la naturaleza, cubriendo con intuición y cariño los vacíos del conocimiento, siempre al lado “de las acciones incontestablemente justas”.
Actuó Argerich entre los francamente decididos por el cambio de gobierno, con fe en la Revolución y sus hombres, mantenida en silenciosa tarea de filántropo hasta el día final. En algunas biografías se da a Cosme Argerich como cirujano del Regimiento de Granaderos a Caballo. El error nace de que el cirujano fue su hijo, Francisco Cosme Argerich.
En 1813 se creó en Buenos Aires una escuela de medicina y se le dio título de Instituto Médico, designándose director a Don Cosme Argerich. Los profesores y los alumnos del instituto se consideraban integrantes del cuerpo de medicina militar, figurando Argerich con el título de Cirujano Mayor. Con este cuerpo se procuró dar solución al problema de la falta de médicos para los regimientos y las guarniciones. Pocos médicos estaban en disposición de salir de campaña. La mayoría de ellos no recibían sueldo por sus servicios. Figuraban “en comisión” y prestaban su asistencia personal “gracias a la influencia directa de Cosme Argerich ante sus discípulos y colegas”.
“El dolor no cortó el hilo de sus días sino después de haberle hecho apurar todas las amarguras”, dijo al borde de su sepultura el doctor Pedro Rojas, en febrero de 1820. “El hombre que había visto brillar el sol de la libertad de su patria la vio retroceder de repente, con tanta participación que creyó iba a hundirse en el abismo del que había salido. Invocó entonces la muerte como un consuelo para no sobrevivir a su desgracia”.
{{Juan B. Baliani}}